Mi mano en su cintura, la otra extendida al cielo, los ojos clavados en las luces del techo y sobre el suelo mi pierna incontrolable gira y gira sobre el eje de mi cuerpo. Ella agarra con fuerza mi pecho, compenetrada en mi versión melalcohólica de City of Blinding Lights: “¡OH!, te ves tan linda esta noche…” me cree y lo acepta como si fuera cierto, entonces suspira sin siquiera abrir los ojos. Paso siguiente, litros y más litros de tequila y cerveza, presagio de fuerte resaca, nada que un buen paraguayo mañanero no pueda quitar. Aspirar rápido y exhalar de a poco, técnica infalible que aprendí en el mundo suburbano. ¡Debo dejar de fumar!
Son las once de la mañana y recién me estoy dando la habitual ducha de las siete. Sin duda una noche larga, apenas el breve resplandor de un carrete apoteósico. Interminables rondas de golpeaditos, decenas de porros de marihuana, exceso de bailes agazapados, me hicieron acabar entre sus piernas sometido a un sexo descontrolado. Borrón mental al estilo de “te lo encargo”… que fría está el agua y que rápido pasa el tiempo cuando no duermes, ya son las dos de la tarde, una tostada con paté rancio, un sorbo de cerveza y la caña que desaparece tan lento como el vómito que acabo de evacuar en el lavaplatos. ¡Hoy dejo de tomar!
Siempre después de un carrete me viene un sentimiento de culpa, un cierto temor a la muerte que me pone reflexivo, llegando a elaborar sendas hipótesis post excesos. Una de ellas es respecto a los vicios, creo firmemente que de todos uno puede tener solamente dos, porque el tercero termina matándolo. Una vez conocí a un tipo que había fumado marihuana y tabaco toda su vida, y por alguna razón personal profunda o simple ahuevonamiento comenzó también a alcoholizarse, ¡glup!: cirrosis hepática. Otro caso es el de un compañero de universidad, bueno para el copete y mujeriego insaciable, se inició de pronto en el tabaco y ¡paf!: cáncer pulmonar. Para que seguir enumerando, es sólo una hipótesis posible de teorizar. Subo a mi auto, alta velocidad.
A unos veinte kilómetros de aquí está Codigua y el río Maipo ofrece un apacible lugar donde descansar, a esta velocidad son sólo doce minutos pasando Melipilla. Ella duerme en el asiento de al lado, ni el roce lascivo de mi mano en su pierna izquierda pudo despertarla mientras sacaba un caño de la guantera.
En la orilla del río, busco el mejor lugar para descansar. ¿Aquí sobre esta piedra?, ¿flotando sobre el río o bajo uno de esos árboles productores de viento y sombra? La verdad, sí me importa donde instalarnos, ¡nada arruinará este paseo! Sobre las rocas habitan infinidad de tábanos y bichos raros, chaquetas amarillas, incluso gusanos. Ni hablar de la vida a nivel del agua, mulas, mosquitos y zancudos, mucho menos de las hormigas, termitas y escarabajos a la sombra de cualquier árbol, nada más desagradable que la marihuana con bicharracos y la cerveza caliente. Bueno, mi consideración también es hacia ella, anoche la pasamos muy bien y creo firmemente que las circunstancias ameritan un poco de deferencia de mi parte. La orilla del río es perfecta: una roca, mucha agua, la sombra de un árbol.
Al fin estamos aquí, frente a frente con el río Maipo, tengo cerveza amarradas helándose en el agua y un cargamento de verde de mi cosecha personal. La traje en brazos desde el auto, envuelta en la misma toalla que ocupé para secarme después de la ducha. Prendo un andino de verdes cogollos. La veo ahí, semidesnuda, sus pechos son notoriamente más pequeños que anoche, incluso ella misma se ve menos guapa ahora a pleno sol. En fin, que más da, a nadie le falta Dios, de noche todos los gatos son negros, mas yo prefiero culpar al tequila, no en vano subsiste hasta hoy la raza mexicana. Le invito unas piteadas, al mismo tiempo alcanzo una lata de cerveza, ¡está heladita!, la agito un poco, ¡Pssss!, la espuma salta lejos, acerco pronto la boca y trago de un sorbo, ella repite la escena entre mis piernas.
Son ahora las siete de la tarde, ¡qué día de excesos!, comienza inexorable a caer la noche. Después del desenfrenado sexo me gusta dormir, pero ella insiste en conversar. Recostados en el suelo, mi mano izquierda bajo su cabeza. Un tábano en el pié no logra distraerme, mis ojos se han clavado en el cielo contando zancudos y polillas que giran y giran alrededor de nuestros cuerpos, el mosquito zumba un secreto inentendible en mis oídos. Ella agarrada con fuerza a mi pecho, dice que está enamorándose de mí, siento hormigas en mi estómago, “¡OH!, te ves tan linda de noche…” me cree y lo acepta como si fuera cierto. Inevitable reflexión es la culpa del exceso, el temor a la muerte y una hipótesis que pide ser ley sin dar tiempo a posibles teorías, ¡este vicio no me va a matar!, le busqué entonces el mejor lugar para descansar. Bajo un árbol que se inunda cuando sube el río, tapada por un montón de piedras, yace ese amor que pudo transformarse en mi tercer vicio. ¡Escogí mal día para dejar de tomar!